En Colombia, y en el mundo, el servicio de taxis deja mucho que desear. Y deben tomarse correctivos al respecto. Pero ese no es el debate. El debate consiste en cuáles son las decisiones y quién las toma, dado el riesgo de caer en falsas soluciones y agravar el problema.
El tránsito vehicular tiende a operar mal porque mientras que el número de vehículos crece y crece, las vías son las mismas o aumentan de manera insuficiente. Por ello todas en las ciudades del mundo les aplican numerosas restricciones y controles al servicio público y al particular. ¡Aquí ya vamos en pico y placa! ¡En el caos se precipitará toda urbe en la que cada uno pueda hacer lo que le dé la gana con su vehículo!
Un análisis correcto del caso exige empezar por no satanizar a los taxistas, responsabilizándolos de todos los males, aunque sea cierto que se dan conductas inaceptables, como en las demás ocupaciones. Porque también es verdad que trabajan en condiciones inicuas, que afectan la calidad del servicio: muy mal pagos, sin efectivas garantías laborales ni de seguridad social, jornadas de doce y más horas, vías plagadas de huecos y un tráfico infernal, en el que hasta son víctimas de los delincuentes. Toda solución verdadera debe empezar por mejorar las condiciones de trabajo de los conductores.
En relación con Uber –que por las complejidades técnicas y económicas del sector genera tanta resistencia en todo el mundo–, hay que analizarle su legalidad y a quiénes les conviene y a quiénes no.
No hay duda de que las leyes colombianas establecen que un vehículo solo puede usarse como taxi si cumple con ciertos requisitos. Por ello desde hace mucho tiempo son ilegales los llamados taxis piratas, aquellos que se usan para el servicio público pero que solo poseen autorización para uso particular y los que teniendo licencia para servicio público se emplean en usos no autorizados, como ocurre con los Uber X y los Uber blancos, respectivamente. Como resulta obvio, la piratería no deja de serlo porque se realiza mediante internet, tarjetas de crédito y una trasnacional. En este aspecto de la legalidad, entonces, lo único que cabe debatir es si Uber, por promover la piratería, también está incurso en el delito de actuar como estimulador y facilitador de la violación de la ley, según aseveran especialistas.
De otra parte, es claro que los ciudadanos que contratan taxis piratas, sean Uber o no, se benefician de la ilegalidad. Y también ganan los muy poderosos propietarios de Uber, que hasta pueden no estar pagando impuestos directos en Colombia. ¿Pero qué impacto le causa la piratería a los taxis legales –los amarillos– y a la ciudadanía en general?
Es evidente que los Uber blancos y los Uber X les desquician el negocio a los taxis legales, porque los primeros descreman el mercado, quedándose con los pasajeros más adinerados, que pueden pagar el servicio más caro, y los segundos van por los demás usuarios. De ahí que sea natural que reclamen los conductores y propietarios de los taxis amarillos, que sufren por la reducción de sus ingresos y pueden terminar arruinados, perdiendo su patrimonio, por cuenta de una competencia escandalosamente desleal.
Constituye un error garrafal pensar que todos los problemas se resuelven si en Bogotá solo ruedan taxis Uber, lo que exigiría que, primero, cambien las normas para convertir en legal lo que es ilegal. Porque se quedarían sin derecho a contratar taxis las inmensas mayorías que no pueden pagarse tarjetas de crédito ni teléfonos de alta gama con datos, lío mayúsculo que también puede generarse con los taxis legales. Y porque habría una quiebra masiva de los propietarios de 52 mil taxis amarillos, pues sus vehículos, por cumplir las normas, operan con el lastre de cupos que cuestan unos cien millones de pesos cada uno, lo que les impide competir con los carros particulares mucho más baratos de Uber X, además del hueco que también les provocan los Uber blancos.
Que cada persona que posea un vehículo pueda usarlo como taxi –que es a la postre el libertinaje al que aspira Uber– podría llevar el tránsito de Bogotá al caos total. Porque el negocio así planteado puede ser inicialmente tan atractivo para tantos que aumentarían muchísimo los vehículos en las ya muy congestionadas calles de la ciudad y porque, al final, por la competencia exacerbada, podría colapsarles el negocio a todos, fracaso que pagaría la ciudadanía con el peor de los servicios.
Otros dos aspectos. Constituye un abuso inaceptable que Uber se aproveche de su monopolio para cobrar por su servicio el exorbitante veinte por ciento por cada carrera. Y escandaliza que el platal que va a los bolsillos de Uber, por el simple hecho de meterle internet a la vieja piratería, se gire inmediatamente al extranjero –¡y en esta crisis por el faltante de dólares!–, a banqueros como Goldman Sachs.
No me cabe duda de que hay que mejorar el servicio de taxis en Bogotá y el país. Pero ello debe darse dentro del estricto respeto de las leyes colombianas y de los criterios técnicos aconsejables, consultando además las necesidades de los usuarios y de todos quienes laboran en el sector. Y el gobierno no puede decidir arreado por las imposiciones y presiones de una empresa extranjera que descaradamente promueve la ilegalidad, aun a costa de hacer más insoportable el tránsito en las ciudades colombianas.