Generaciones de colombianos hemos crecido en medio de un contexto violento, es innegable que la historia reciente del país ha estado marcado con sangre, guerrillas, narcotráfico, paramilitares y bacrim. Todos estos fenómenos sociales, sin importar su origen ni intenciones, se han encargado de distribuir violencia y muerte a lo largo y ancho de la nación.
Se ha hecho tan habitual la violencia en el país, que la reacción que ésta genera en la sociedad raya con la indiferencia, hemos ennoblecido esa violencia a tal punto que poco nos conmueve el hecho que a diario se pierdan vidas humanas por innumerables situaciones, especialmente por pensar diferente y manifestar abiertamente desacuerdo con las situaciones que se presentan en diferentes ámbitos de la cotidianidad colombiana.
Debe iniciarse por reconocer el derecho a la diferencia que se condensa en los principios constitucionales de libertad de expresión y culto, así como el derecho legítimo a participar en el ejercicio de la democracia, en concordancia con los principios, convicciones e intereses que cada quien defina para sí, no obstante, estas diferencias no pueden convertirse en caldo de cultivo ni motivación para perpetuar crímenes de lesa humanidad, como medio para infundir temor y acallar las voces que difieren del punto de vista de quien porta las armas.
A pesar de lo que pudiese parecer, esto no se trata de defender ideas de un extremo para atacar el otro, la violencia en Colombia trasciende el simple choque de izquierda-derecha que tan común se ha hecho durante los últimos años, la piedra angular es, sin lugar a dudas, la indiferencia que se genera y que permite la continuidad del flagelo sin que exista ningún contrapeso, pareciese que estamos tan resignados a un legado de sangre y muerte, que ya no nos importa lo que suceda al respecto.
El asesinato de líderes sociales en el país, no puede seguir siendo una discusión de si son líos de faldas, casos fortuitos o sencillas coincidencias, los homicidios no tienen justificación, y no puede tener cabida en el imaginario colectivo de los colombianos que algunas personas merezcan un final violento por sus ideales, acciones o manifestaciones sobre uno u otro tema, la oposición no puede efectuarse por medio de las balas, pero lamentablemente esta es la realidad de un país que no tolera las diferencias y que solo conoce las vías de hecho para mediar en contraposiciones ideológicas, el maltrato, las riñas, y el desprecio por la vida abundan y a diario manifestaciones de ello, colman las páginas de los medios de comunicación locales, ante los cuales, mientras que como simples espectadores, pasamos dichas páginas con quizá asombro e indignación pero sin la mínima intención de ser gestores de un cambio.
“Vidas violentas conllevan a finales violentos”, parece ser esta la lógica que subyace a la cotidianidad colombiana, la historia de una sociedad que ha prosperado entre la muerte y la sangre, difícilmente puede encontrar un final muy lejano a esta lógica, sin embargo, y a sabiendas que el cambio que se necesita, puede tomar generaciones en suceder, vale la pena replantear el rol que cada uno de nosotros juega en este ciclo interminable de muerte que ennegrece cada día más el futuro de un país próspero y una población con capacidad para grandes cosas.