Desde unos meses, la opinión pública del país se ha concentrado en una serie de debates sobre distintos temas; los que sin duda alguna han elevado la tensión hasta su punto más álgido han sido el plebiscito por la paz y la defensa de la diversidad sexual y de género. Siendo esta última la que más polémica ha despertado teniendo en cuenta que configuró en gran medida los resultados del plebiscito.
En cualquiera de los dos casos, el país se mantiene polarizado. Ya sea entre los simpatizantes del “Sí” y los del “No” o entre los que queremos la libertad sexual y de género, y los que creen en la heteronormatividad tradicional. Pero, más allá de acoger una posición ética o moral, objetiva o subjetiva, es necesario preguntarnos si hemos estado a la altura del debate.
Las redes sociales, medios de comunicación e incluso las conversaciones cotidianas se han plagado de una serie de burlas, insultos, amenazas y ataques de uno u otro lado de la discusión, como si el objetivo de estar o no de acuerdo con algo fuera simple: aniquilar la diferencia.
El grueso de los colombianos no nos permitimos dar lugar al que piensa diferente, desestimamos a alguien porque lleva una falda en lugar de jean, porque asiste a misa cada domingo, o porque simpatiza con una u otra corriente política.
Pues bien, sin importar la posición que acojamos, desconocer la individualidad del otro es desconocer el respeto que merece, y no existen razones para que este sea supeditado por cualquier creencia o doctrina. Apoyar los derechos y libertades LGBTI no es en absoluto una aberración, del mismo modo que leer la biblia e ir a una iglesia no necesariamente hace retrogrado a nadie.
Por supuesto, esto no significa que deba permitirse cualquier ultraje. En este año parece que Colombia puso de moda que la gente que quiere pasar por encima de otros, exija respeto.
«Respeta mi derecho a ser homofóbico», por ejemplo, fue una de las frases que escuché tras las elecciones del pasado 2 de octubre de una persona, que, como millones de colombianos más, se opusieron a la funesta ideología de género. Funesta, por ser un “motor de violencia” que nació en el seno de una mentira y ha ganado protagonismo por los estragos que ha causado.
El hecho es que la existencia de estas profundas diferencias en el país, especialmente en algo tan básico como la aceptación y el respeto, son sintomáticas y, si no se tratan a tiempo, peligrosas.
Un conflicto ideológico estructural como el actual no se resuelve imponiendo los más extremos valores cristianos tradicionales ni poniendo en su propia hoguera a quienes los profesan; se resuelven educando.
Se nos ha malacostumbrado a un reduccionismo tal de las cosas, que incluso quienes nos llamamos “tolerantes” caemos en los vicios destructivos de quienes nos atacan. Todos desconocemos a un nivel más profundo la heterogeneidad que nos caracteriza como sociedad, especialmente en un país diverso étnica y culturalmente como el nuestro. De la misma forma en que nos programaron para sumar y restar, nos enseñaron a juzgar a los demás.
Es inaceptable que en un Estado que se hace llamar “social de derecho” permita que se enseñe a etiquetar a los demás por su color de piel, su sexo, su identidad de género, su orientación sexual, su religión o su ideología política. Hay muchos retos en este sentido, especialmente para los “ya educados”. Pero ninguno es viable si no separamos las creencias de la objetividad y seguimos permitiendo que quienes se encarguen de esta labor, sean los mismos que se encargan de reproducir estos comportamientos, de mal-educar.