La Universidad del Tolima vuelve a ser noticia estos días, por cuenta de las decisiones tomadas por la administración del rector encargado, el doctor Ómar Mejía. La supresión de los cargos P-18, así como la reasignación de las direcciones de programa a los profesores de planta, son las medidas más destacadas.
Varias de estas determinaciones estaban consignadas en la propuesta de reforma profunda de la Universidad, elaborada por los profesores reunidos alrededor del proceso asambleario desarrollado en la Alma Máter el año anterior.
Descalificar estas medidas a partir de señalar la supuesta filiación política del rector encargado como barretista –como si con el anterior rector y gobernador “democrático” nos hubiese ido mejor-, es un punto de partida equivocado. Lo que es necesario evaluar es si estas medidas van en la dirección de conjurar la crisis por la cual atraviesa la Universidad y si se corresponden con la defensa del interés público.
En primer lugar, vale la pena señalar que poner a los profesores en cargos académico-administrativos es la regla en la mayoría de universidades públicas del país, precisamente para evitar que lleguen verdaderos burócratas que solo saben construir clientelas, hacer concesiones indebidas a los estudiantes, ser los jefes de campaña de los decanos de turno o simplemente actuar como «gerentes» sin ningún criterio académico.
Dado que son cargos académico-administrativos, estos deben estar enfocados en el fomento de discusiones curriculares y pedagógicas, entre otras. Aunque la medida no asegura plenamente que estos comportamientos no aparezcan, por lo menos hace más difíciles sus condiciones de surgimiento y reproducción.
Precisamente, la crisis académica de la UT se encuentra estrechamente relacionada con el hecho de que esos cargos se entregaron en muchos casos a personas que no tenían las competencias -ni el interés- por adelantar este tipo de discusiones.
Además, al evitar que las direcciones de programa queden en manos de personas que no son de planta y que dependen de la nominación de los decanos de turno, se puede fortalecer la democracia universitaria y la deliberación académica, pues ahora los profesores que se encuentren en las direcciones podrán interpelar críticamente las decisiones de los decanos, situación que no ocurría cuando los directores eran nombrados por ellos.
Para nadie es un secreto que los consejos de facultad se habían convertido en un triste escenario donde los subalternos del decano de turno simplemente aprobaban sus propuestas. Así fue como, por ejemplo, al interior de consejos de facultad se aprobaban sobrecargas para esos directivos, evidenciando un claro conflicto de intereses, tal y como lo señaló el informe de la Contraloría Departamental.
La inconformidad de algunos decanos con las medidas adoptadas no se ha hecho esperar. No es para menos, dado que estas modificaciones restan el enorme poder del que gozaron para administrar las facultades como feudos, lo cual hace poco atractivo el otrora anhelado botín de las decanaturas.
Si ya no se pueden nombrar directores de programa «títeres», si ya no hay presupuesto por manejar, si ya no está asegurada la aprobación desbordada de sobrecargas, ¿Qué queda? Pues trabajar en función de mejorar la academia, lo cual hace que el cargo de decano ya no sea tan atractivo como antes para aquellos que solo pretendían escalar en la estructura de la burocracia universitaria.