El pasado domingo 20 de enero, sobre las cuatro de la tarde, me encontraba almorzando en las afueras de la ciudad cuando de repente una inmensa caravana de motociclistas que pitaban al unísono alteró la tranquilidad de todos los que estábamos en ese lugar. Rápidamente, las sirenas estridentes y el cortejo fúnebre acompañado de carros de la Policía me hicieron entender que se trataba del funeral del cadete Steven Prada, uno de los jóvenes colombianos víctimas del brutal ataque perpetrado a la Escuela de Policía General Santander por parte del ELN.
Hace varios años, un día semejante, otro domingo, yo viví en carne propia una escena similar, pero no como testigo repentino e inadvertido, sino como protagonista del que para mí ha sido el peor fin de semana mi vida.
El domingo 23 de julio del año 2000, yo iba con el alma destrozada en el concurrido cortejo fúnebre que había salido de la Catedral de Ibagué y se dirigía hacia el parque cementerio de La Milagrosa, con el cuerpo sin vida mi esposo, el mayor del ejército Juan Guzmán Moscoso.
Aunque ya han transcurrido 18 años y seis meses desde aquel fatídico día en que mi esposo perdió su vida en un combate contra el frente 23 de las Farc, debo reconocer que el domingo pasado me fue imposible no sentir las heridas emocionales que el pasado te trae cuando este se torna en presente.
Durante los minutos que duró el paso de la caravana fúnebre, recordé varios de los momentos que yo viví cuando sufrí mi propia tragedia: la multitud de personas solidarias que te acompañan y las manifestaciones de pésame; lo que te dicen quienes con buena intención quieren apoyarte, aunque algunas palabras son acertadas para el momento, otras no lo son tanto y, por el contrario, te laceran aún más; los sentimientos de impotencia y de rabia que te invaden por lo que te ha sucedido, la confusión y la desdicha por lo que estás pasando y que no logras dimensionar en ese momento, el desencanto con la vida, el miedo y la incertidumbre por tu futuro.
Como ya lo he mencionado en otras oportunidades cuando he compartido mi historia de vida, mi familia proviene de Rovira (Tolima), un municipio duramente golpeado por la violencia desde los orígenes mismos de las chusmas liberales y de la violencia bipartidista.
De allí también era oriundo mi esposo, un joven alegre y lleno de sueños por cumplir como el cadete Steven Prada, quien perdió su vida a los 31 años, como oficial del Ejército adscrito al Batallón de Contraguerrillas 44 que en ese entonces protegía zonas rurales en Santander.
Tras su muerte heroica, mi hijo Juan Felipe y yo pasamos a ser una cifra más de las estadísticas lamentables de víctimas que ha dejado el conflicto armado en nuestro país; fue así como Juan Felipe y yo nos convertimos, respectivamente, en huérfano y viuda de la guerra en Colombia.
Las huellas psicológicas
Sin duda, la guerra es una condición que está íntimamente relacionada con la historia de la humanidad; la guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento de destrucción de la infraestructura económica, social, cultural y de gobierno de una nación o una región. La guerra, en su sentido amplio, es un verdadero desastre que genera la acción del mismo hombre; la guerra es caos, es ruina, es destrucción, es catástrofe; pero sin duda, la acepción más exacta para las víctimas de la guerra es que esta significa pérdida, así los victimarios crean que la guerra significa conquista o triunfo.
La revista Semana publicó un especial titulado Las heridas invisibles de la guerra, donde se presentan testimonios de víctimas que confirman cómo el conflicto armado ha dejado una huella profunda e imborrable en la psiquis de millones de colombianos. Recordemos que en la guerra, la víctima es la persona que sufre el daño o perjuicio por culpa ajena, por el victimario; por lo tanto, la víctima es la persona que está condenada al sacrificio de la pérdida. ¿Cuál pérdida? Por supuesto, en primer lugar están quienes pierden su vida o partes de su cuerpo, pero también estamos quienes debemos afrontar la muerte o la desaparición forzosa de un ser querido por causa de la confrontación armada.
Aunque yo era consciente de que mi esposo era un actor relevante del conflicto, como comandante de una compañía de contraguerrillas, la posibilidad real de que él muriera tan pronto y de quedar viuda no estaba en mi imaginario, quizás porque nuestro proyecto de vida apenas empezaba a hacerse verosímil con nuestro matrimonio de tres años y un bebé de ocho meses de nacido. Por lo tanto, para quienes hemos pasado por una experiencia traumática que nos ha convertido por fuerza de las circunstancias en víctimas del conflicto armado, las huellas psicológicas marcan de manera insondable nuestra psiquis.
El primer impacto se genera cuando te enteras de lo que ha ocurrido. En mi caso, me citaron a la estación de Policía para darme la noticia vía microondas y una voz desconocida lo hizo como decimos coloquialmente “a palo seco”, pues en tiempos de guerra un muerto es una noticia más. La experiencia de ese duro momento fue tan impactante que aún me es confuso evocar y describir el hecho; solamente puedo decir que literalmente sentí cómo el piso se movía como en un temblor de tierra, seguramente porque lo primero que se me debilitaron fueron las piernas y no podía mantenerme en pie; por eso, en las imágenes que vemos de las víctimas, ellas están doblegadas, encorvadas, agachadas, porque realmente es muy difícil estar erguido bajo esas circunstancias.
Las víctimas entonces pasamos por muchas emociones que nos deja ese hecho traumático y que dependerán de cada historia, de cada situación. Sin embargo, es común que las víctimas lidiemos con emociones recurrentes como la tristeza, el miedo, la culpa, la soledad, la ansiedad, la frustración o el desarraigo; que suframos de afecciones como padecimientos físicos, somatizaciones, insomnios y alteraciones en los hábitos alimenticios. También nos invaden sentimientos como el enojo, la ira, la envidia hacia quienes creemos que sí son felices, el odio, e incluso las ansias de venganza.
La resiliencia y el perdón
No obstante, las víctimas tenemos dos “armas” poderosas para fortalecernos tras la tragedia, y estas son la resiliencia y el perdón. En primer lugar, esa capacidad que tenemos las personas para superar circunstancias traumáticas nos da la fuerza necesaria para seguir viviendo de una manera diferente a lo que habíamos soñado, e incluso nos permite descubrir experiencias novedosas o la llegada de personas importantes para nuestra vida que jamás hubiéramos imaginado. Por lo tanto, la resiliencia se convierte en una herramienta valiosa para resignificar nuestro proyecto de vida.
En mi caso, por ejemplo, antes de mi condición de viudez jamás imaginé que yo podría aportar en la reflexión sobre el anhelo de vivir en un país en paz. A través de procesos de escritura con mis estudiantes, he orientado la redacción de relatos que tengan como protagonistas víctimas del conflicto armado. Como profesora universitaria considero que el proceso de recuperar la memoria histórica de las víctimas nos ha permitido redescubrir episodios inéditos, conocer de primera mano cómo ocurrieron hechos tan crueles y cómo las víctimas hemos sacado fuerza interior para fortalecernos y desarrollar la capacidad de superar circunstancias traumáticas.
También creo que reconocer el sentido del dolor de las víctimas y dignificar su sacrificio es un ejercicio que aporta bases sólidas para la construcción de una sociedad más democrática y respetuosa de la diferencia, y me ha permitido fomentar en mis estudiantes un pensamiento más crítico, ético y ciudadano.
Por otra parte, pienso que el perdón ─ese sentimiento noble y compasivo que nos invita a las víctimas a abandonar ese derecho legítimo de sentir que nuestro daño debe ser vengado, o esa renuncia a albergar sentimientos de rencor y de odio hacia quien sentimos nos causó un daño irreparable─ es una virtud muy liberadora para dejar atrás la ofensa recibida, paliar el dolor y recordar lo sucedido sin resentimiento. Como lo expresé en mi artículo publicado en el portal web Razón Pública y que titulé El perdón como virtud: testimonio de una víctima, comparto la visión del filósofo Guillermo Hoyos sobre la cultura del perdón como virtud cívica porque este se constituye en un verdadero tejido social, el cual se refleja en negociación, reconciliación, nos permite romper cadenas generacionales de violencia y evita la generación de nuevas víctimas.
Memoria histórica y víctimas
Sin duda, hechos como el atentado ocurrido la semana pasada que acabó con las ilusiones de veintiún jóvenes y de sus familias, así como también la desaparición sistemática de líderes sociales que luchan por la defensa de quienes no tienen voz, son actos desesperanzadores y nos afligen como sociedad. Pareciera que somos tan violentos que somos incapaces de resolver nuestras diferencias por medio del diálogo y no nos será posible dar el paso hacia una paz estable, como sí lo han logrado otras culturas.
Así que espacios como esta jornada de reflexión sobre Conflicto, comunicación y salud mental adquiere gran sentido en este momento en que hemos coincidido víctimas del conflicto y expertos en el tema, pues las víctimas necesitamos ayuda y reconocimiento por parte de profesionales, en diferentes etapas de nuestro proceso de duelo.
Considero que las víctimas debemos aportar a la construcción de la memoria histórica si queremos que nuestra historia de dolor no se repita en las nuevas generaciones y por eso debemos narrar lo vivido, a pesar de la gran carga afectiva que ello implica. Sin embargo, los expertos deben tener presente que las víctimas recordamos desde el presente y esto implica un fuerte componente de subjetividad, lo cual seguramente incide en que podamos tener bloqueos sobre hechos que nos son difíciles de recordar o imprecisiones frente a lo sucedido.
Las víctimas debemos ser escuchadas en un ambiente de respeto por nuestro dolor y ser tratadas con seriedad y dignidad; nunca ser degradadas, ni humilladas, ni mucho menos, revictimizadas.
Cuando me contactaron para realizar una crónica a partir de mi historia de vida con mi esposo, sentí una profunda consideración y empatía por parte del periodista que me entrevistó, y pienso que él interpretó de manera compasiva mi dolor cuando redactó su texto.
Sin embargo, algo distinto me ocurrió con las imágenes: mientras yo le narraba mi historia al periodista, de manera simultánea era fotografiada, e incluso me pidieron que tomara y pusiera frente a mi rostro una foto del día de mi matrimonio, fotos que debo reconocer me afectaron cuando salieron publicadas. Creo que con las imágenes hay que tener muchísima prudencia, pues algunas víctimas no deseamos ser registradas con las expresiones de dolor y de tragedia, pues estos gestos nos confrontan con las cicatrices psicológicas que nos ha dejado la guerra.
Para concluir mi intervención, deseo referirme a una expresión que utilizó la psicóloga y experta en duelos, Margalida Estarellas, cuando en una entrevista acuñó un pensamiento magistral para definir al dolor tras una pérdida: quienes pasamos por la pérdida de un ser amado debemos pensar y confiar en que todo volverá a ir bien, aunque también debemos ser conscientes de que nada volverá a ser igual.