Conmovedoras, por no decir menos, resultan las escenas que a diario tenemos que presenciar los ibaguereños con las mujeres, niños y niñas indígenas tirados en los ándenes de las calles del centro de la ciudad, ejerciendo la mendicidad y dejando a la vista toda la miseria que los golpea.
En días pasados, justo en la puerta del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar de Ibagué, había un grupo de mujeres indígenas con varios menores, y entre ellos una niña que no pasaba de los cuatro años cargando a un bebe de meses. Ella estaba retirada del grupo, por instrucción de las mujeres que nunca supe qué hacían allí, pero por lo que pude ver no recibían autorización para su ingreso.
Coincidencialmente me encontré a un colega abogado que trabaja en el Instituto y llamé su atención para que les permitieran ingresar y realizaran la diligencia que pretendían. Inmediatamente el joven abogado le pidió al vigilante que las dejara entrar. Las vi correr felices porque pudieron hacerlo.
Confieso que estuve tentada de hacer un registro fotográfico, pero pudo más mi respeto hacia ellos. En ese momento quise pensar que estaban allí porque buscaban protección para los menores -ante su decisión libre de ejercer la mendicidad- aspirando a un cupo en guardería para los pobres que no usan zapaticos, no se bañan y por la condición de su cabello, se nota a leguas su avanzada desnutrición. Pero sé que ese es el ideal de una situación que poco importa a los gobiernos.
Es imposible pasar como si nada por encima de una mujer menuda, que con una mano pide dinero, mientras que con la otra sostiene a su bebé que desesperado succiona su raquítico seno, y en su dialecto llama la atención de otros menores que la rodean. He analizado el rostro de los que vemos la escena. Pareciera que nos aterra, pero de ahí no pasa. Para alivianar la incomodidad, unos les dan plata y otros vamos y les compramos agua, pañales y otras cosas que ellas reciben con desinterés, porque lo que quieren es dinero.
En otras ciudades del país, ante lo calamitoso de la situación, optan por carnetizar a los menores de estas comunidades indígenas para que accedan a beneficios médicos y de bienestar social.
La alcaldía de Ibagué, a través de la dependencia que atienda esta clase de asuntos, debería emprender un plan de acción conjunto con el Icbf y la Defensoría del Pueblo, para determinar exactamente de dónde provienen estas comunidades, cómo llegan a la ciudad y quiénes están detrás de esa lamentable situación, porque se habla de redes que los utilizan para el negocio de la mendicidad.
Preocupa que el Icbf vea con ojos de indiferencia las condiciones físicas y mentales de estos menores. Para ello debería tener personal en las calles que los proteja, y sancione a los que están abusando de estas comunidades. No puede quedarse en poesía el artículo 44 de la Constitución que pontifica sobre los derechos del menor y cómo deben salvaguardarse cuando éstos se vean amenazados.
El tema no es de poca monta, por eso requiere de una alta dosis de sensibilidad social y humana del Estado, que cómo se ven las cosas se perdió, porque no se refleja en los organismos o entes que tienen su responsabilidad y manejo.
Abogada.