Hubo una vez un país, ahogado en la corrupción de sus dirigentes que llegó a extremos tan aberrantes que entregó sus organismos de control a los candidatos al congreso como instrumentos para hacer política.
En ese lejano país, los jefes superiores de los organismos de control se eligen por los congresistas a quienes posteriormente se devuelven atenciones nombrando en los espacios regionales y provinciales a fichas políticas que mueren de las ganas de hacer lo que su promotor mande.
Los congresistas en el país de marras concurren a elecciones cada cuatro años y para lograr votos acuden a algunas prácticas como comprar conciencias en efectivo, repartir contratos de prestación de servicios, presionar a los servidores públicos que hicieron nombrar, y a una novedosa: extorsionar a líderes locales y regionales con las investigaciones disciplinarias en su contra.
En ese país de bárbaros, algunos operadores disciplinarios se convierten en el brazo armado del político que promueve la candidatura congresional de algún familiar, plegándose a sus intereses para llamar al orden a ex alcaldes, ex concejales, alcaldes y concejales para proponer el negocio de obtener absoluciones a cambio de votos; o en caso de no obtener el respaldo sumiso castigar con todo el peso de un bosque de “Acacias” al rebelde.
Aunque en ese corrupto país esta clase de negocios se consideran extorsión, abuso de función pública, prevaricato por acción y concierto para delinquir entre otros delitos, la justicia penal no pega, porque quien acusa ante los jueces está imbricado en la misma dinámica de favores y militó en el mismo partido de quien lidera el negocio extorsivo.
Claramente el país que describo no es Colombia, en donde la independencia de los organismos de control brilla, los procuradores no son cuotas políticas de nadie, quienes ejercen en política no han perdido la investidura y a ningún líder local o regional lo extorsionan para que pague absoluciones con votos. Claro que no.