Diverjo de las apreciaciones, según las cuales, una paz sin el uribismo sería una paz incompleta. Mi argumento es que “hacer la paz” con Uribe significa dejar intactos los elementos históricos del conflicto social y político que nos han mantenido atornillados a la guerra.
Me explico. Sentar al uribismo en la mesa convierte la negociación política del conflicto armado en un caro juego de tablero en el que lo que importa es pactar la estabilidad con “los poderes de facto”, más que resolver las fuentes mismas de la violencia.
Esto, desde mi punto de vista, supone retrotraer, si no el conjunto, sí sustancialmente cada uno de los acuerdos que se han logrado en La Habana. Eso es lo que se propone el llamado a la “Resistencia civil” contra el proceso, vehiculado por ahora a través de firmas.
Los sectores que se agolpan al rededor del expresidente han sido más que claros respecto de lo que “no les gusta” de los acuerdos generales de desarrollo agrario, participación política y víctimas, fundamentalmente en relación con el modelo de justicia transicional pactado en la mesa.
Su oposición enconada a la restitución de tierras revela que a ese sector lo que menos le interesa es la formalización de la propiedad, la actualización y modernización del catastro rural, y que se opondrá a la materialización de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), directamente relacionados con la reparación colectiva.
Hoy, sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que, desde la procuraduría, una parte importante del gremio de los ganaderos, algunas empresas privadas (nacionales y multinacionales) y el Centro Democrático, se adelanta una contrarreforma agraria, al estilo del tremendamente lesivo “Pacto de Chicoral”.
El uribismo también ha cerrado filas en torno a la negativa de que la dirigencia de las Farc participe en política electoral. Con el argumento de los crímenes de lesa humanidad que ha perpetrado esa guerrilla – argumento que no tuvieron en cuenta cuando quisieron hacer pasar a los paramilitares como sediciosos -, lo que persiguen es la perpetuación de las reglas electorales que les han asegurado el control de la arena política y, por supuesto, del poder público.
Este argumento se desprende directamente de su oposición visceral al acuerdo de víctimas, que es desde todo punto de vista la posición más condenable y peligrosa de los uribistas en contra del proceso de paz.
Su alharaca irreflexiva y descarada sobre la impunidad – que expulsaron de la agenda pública durante el diseño y la formulación de la Ley de Justicia y Paz, cuyo componente de alternatividad penal dejaba sin pena privativa y mucho menos restrictiva a los paramilitares – pretende dejar sin piso no solo el desarme de la guerrilla y su conversión en movimiento político, sino que busca directamente la oclusión de los acuerdos en torno a la verdad y a la reparación.
Al parecer, el expresidente Uribe, quien se opuso a la aprobación de la Ley de Víctimas hasta el último minuto de su mandato, no está dispuesto a ceder un milímetro ante las víctimas, especialmente a que se les restituyan las tierras despojadas por el paramilitarismo.
No obstante, estos dos derechos, el de verdad y el de reparación, no son solo derechos de las víctimas del conflicto armado, sino que su doble titularidad cobija al conjunto de la sociedad. Víctimas y no víctimas en Colombia merecemos conocer la verdad de lo ocurrido, hacer memoria, y por medio de éstas, acceder a la reparaciones simbólicas por los daños que sobre la democracia, la justicia, la convivencia y el tejido social ha producido el conflicto armado.
Todo esto se irá al traste, como de hecho se lo proponen en “resistencia civil”, de mantener la guerra que promete perpetuar el uribismo.
En resumen: la foto con Uribe en La Habana solo será posible sobre la base de retrotraer lo avanzado, de destruir lo construido, para conformarnos con un nuevo pacto de élite que asegure la estabilidad política (a lo que parece que está jugando la guerrilla), lo cual, como con el Frente Nacional, y cada vez más claramente con la Constitución de 1991, puede resultar siendo diametralmente opuesto al ideal de la paz y la terminación definitiva del conflicto armado.
Por ahora veo a una guerrilla solazada por la ficción de poder que le ha dado la mesa, ingenuamente confiada en que la opinión pública y la presión internacional terminarán llevando a Uribe a La Habana, y a un Santos desesperado por convencer al ex presidente de que desmantelar a la guerrilla reforzará el descarado control que la oligarquía, a la que los dos obedecen, ha mantenido históricamente del país.
Nota: con Orlando Arciniegas deben caer todos los responsables del desfalco a los Juegos Nacionales. Yo personalmente les cambio la cárcel porque develen su red de corrupción y regresen uno a uno los recursos que se robaron. Necesitamos conocer los nombres de los concejales, diputados, senadores y demás políticos ¿y empresarios? que participaron activamente de “la gran estafa”.
Para Alfredo Sarmiento