Los Planes de Ordenamiento Territorial (POT) son herramientas de planificación del territorio con un enfoque reactivo, mitigador y fuertemente orientado a la regulación del suelo visto como un recurso económico. Desde los griegos se han realizado intervenciones de este tipo o, al menos, funcionalmente parecidas.
Pero, ciertamente, en el siglo XIX y XX, con los enormes impactos que generó el capitalismo urbano, acompañado de destrucciones masivas de las ciudades por efectos de incendios o de las guerras, se desarrollaron conocimientos y técnicas, más o menos sofisticados, de ordenamiento del espacio urbano, especialmente, con urbanismos y macro-arquitecturas monumentalistas en Paris, Londres, Chicago, entre las más representativas.
Estos paradigmas de intervención han orientado buena parte de la ordenación del hecho urbano en el mundo, y la difusión de sus experiencias exitosas ha motivado la planificación de casi todos los fenómenos metropolitanos del siglo XX.
Generalmente, estos procesos se han enfrentado a estos retos: la reforma a la estructura de ocupación y tenencia del suelo que se genera por efectos del mercado inmobiliario (que en sus atributos fundamentales lo regula el capital y no la administración pública); la captura (para fines públicos) de una parte de la renta urbana que se genera por efecto directo de las inversiones públicas; la administración “tecnócrata” del problema de la segregación espacial (barrios ricos y barrios pobres) para que el clasismo (muchas veces acompañado de racismo) se pueda “gestionar” sin mayores “ruidos sociales”; el problema de una malla vial que dé acceso a la “zonas de servicios” de la ciudad, y facilite el flujo entre la zona residencial del trabajador y la zona urbana productiva; y el manejo de los impactos ambientales como un asunto de salud pública, especialmente.
El asunto de la accidentalidad, la tenencia del suelo, la seguridad, la marginalidad, la degradación, los vertimientos, las emisiones, la matriz rural y sus relaciones con la ciudad (huellas hídrica, alimentaria, de carbono, etc.), el cambio climático y otros riesgos ambientales, casi nunca son considerados como centrales en los ordenamientos territoriales de todas las ciudades del mundo. Y en efecto, Ibagué no es la excepción.
El POT de 2000 y el reformulado actualmente, es un instrumento de política territorial profundamente “urbanizado”, con un descuido lamentable del suelo rural y sus fenómenos suburbanos y cabeceras corregimentales o veredales.
Como es histórico en Ibagué, se evita a toda costa la mención del fenómeno del “latifundismo urbano”, sin hablar del rural (que es aberrante y justificaría otra lucha agraria en el Tolima; las irracionales concesiones para irrigación del Abanico (v.g. más de 4000 litros por segundo se pueden canalizar en el Laserna) y la destrucción del “caudal ecológico” del Combeima y Coello; y los bajos impuestos prediales que se le liquidan al latifundio y a los “lotes de engorde”, los cuales serían una fuente sostenida de recursos para la ciudad y el campo si se ajustaran mejor a una política progresiva de captura de la renta urbana.
Asimismo, se evita de nuevo la actualización de los estudios de riesgo por inundación en la zona urbana y las cotas bajas del Combeima. El modelamiento de la zona de inundación máxima pudo haber cambiado desde 1986-1987 (época en la cual Ingeominas realizó el estudio, recurriendo a fuentes de una investigación morteamericana).
Actualmente, la fusión glaciar, la presencia activa del Machín, la pérdida de glaciares (calculamos con base en imágenes y foto-aéreas en el Grupo de Investigación en Desarrollo Rural Sostenible de la UT una extensión de apenas 90 hectáreas para 2010 contra 240 hectáreas en los sesenta), las precipitaciones y veranos extremos por efectos del cambio climático, la deforestación que se ha desplazado a los pisos templado-frío y frío, por las regulaciones de la zona templada del Combeima, entre otras razones; configuran un complejo panorama de factores de riesgo que no se tienen en cuenta.
Incluso, los riesgos de incendios en el modelo de “Conservation International” (con base en IDEAM) muestran la potencial afectación de buena parte de la zona rural de Ibagué. Asimismo, lamentamos la ausencia de una zonificación seria y al menos semi-detallada de los usos mineros, en un contexto de una “política de despojo” de los recursos en el departamento del Tolima.
Finalmente, el POT sigue obedeciendo al típico modelo “IGAC-consultores urbanizadores”. Sin ninguna comprensión científica de la “estructura ecológica principal” (que era el espíritu de la Ley 388 de 1997 al incorporar el concepto de Van der Hammen) que debe operar como una malla de ecosistemas con protecciones absolutas y relativas con continuidad en la zona urbana y la región, despliegan una serie de ordenaciones del uso productivo y/o residencial urbano y rural sin compasión alguna con sus principios ecológicos.
Esta deficiencia es común a la mayoría de los ordenamientos del país (Bogotá sí introdujo una noción de malla ambiental como plantilla previa a cualquier ocupación, pero gracias a la intervención del profesor Gerardo Ardila, también Secretario de Planeación. Situación que está lejos de darse en Ibagué, cuyas élites políticas rayan en lo iletrado y gamonal), y la oportunidad de realizar algo realmente serio y a la altura de los retos de Ibagué, ya se perdió.
Ahora vendrá lo que ya es usual. El documento será inaplicado en el plan de inversiones, las obras no se ejecutarán según lo previsto, y ningún político volverá a considerar el POT hasta la próxima vigencia. Mientras tanto seguirá siendo el típico y triste código urbanístico que importuna a los “pobres” y premia a las zonas mejor equipadas de la ciudad.
Profesor de la Universidad del Tolima
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