Lo que pasó con el plebiscito debe hacernos cuestionar como país. Los resultados de la votación sorprendieron a todo el planeta. Nadie podía creer que un país había decido seguir en guerra.
Calcamos el fracaso de Guatemala, cuando en 1999 se sometió a plebiscito el acuerdo final de paz con la guerrilla de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). Allí fue aplastante el abstencionismo (81,45 por ciento), y ganó el No con el 55 por ciento, frente a un 44 por ciento que votó por el Sí. Prevaleció el voto de la capital, promovido por sectores de derecha. Las zonas donde ganó el Sí, fueron aquellas que durante 36 años estuvieron azotadas por la guerra. ¿Coincidencia? No, repetición de la historia. Pero, en Guatemala, a pesar de la victoria del No, los acuerdos entraron en vigencia después vía decreto ley.
En Colombia, al día siguiente del plebiscito el pesimismo se apoderó de los simpatizantes del Sí, mientras que los del No salían orgullosos proclamando su victoria. Sin embargo, un hecho quedó claro: arrasó la indiferencia. Casi el 63 por ciento de los colombianos que podía votar, se abstuvieron. Esta era una decisión histórica, pero más de la mitad del país prefirió dar la espalda y encerrarse en su burbuja de la cotidianidad.
Fue la mayor abstención de los últimos 22 años. Más de 21 millones de ciudadanos decidieron ver pasar la historia en vez de escribirla. El clima, el día, la fecha, no había excusas. Se trataba de dejar la huella de cada uno para el futuro de sus hijos, su familia, sus amigos. Hoy sigo preguntándome por qué nos cuesta tanto asumir las riendas de nuestro país y se lo dejamos a los políticos de siempre.
Debemos cuestionar nuestra cultura política. Esta vez no hubo lechona, tamal, trago, ni puestos para repartir. Los partidos políticos tampoco aportaron recursos, ni recorrieron las calles de forma tan disciplinada como lo hacen cuando hay elecciones normales y a los políticos solo los vimos las últimas tres semanas en campaña. Tal vez esa es la explicación del alto índice de abstencionismo.
Hay que cambiar nuestra mentalidad política. El voto debe ser siempre por convicción, no entregarlo por ningún tipo de favor. Los líderes deben ser visibles no solo para elegir políticos, sino para el bienestar de su comunidad.
La abstención fue el reflejo claro de un país indolente. De un país que se acostumbró a la guerra, de un país al que no le duelen sus muertos porque son ajenos. Las víctimas que han soportado tantos años esta guerra absurda son en su mayoría campesinos. Y las consecuencias de esta guerra se ven incluso en el destierro de la zona rural.
Según cifras del Banco Mundial, por la época en la que inició el conflicto armado interno (año 1960), el 55 por ciento de la población colombiana vivía en el campo, mientras que hasta 2015 apenas el 24 por ciento de los colombianos habita la zona rural. Es decir, las víctimas huyeron del campo a las ciudades.
Estábamos atrapados en un letargo de indolencia con las víctimas. Nos creímos el cuento de los políticos y dejamos en sus manos nuestro sueño de paz. Las marchas de estudiantes, organizaciones sociales y ciudadanas de estas semanas debían haberse hecho antes del plebiscito. Pero no hay mal que por bien no venga. El No nos despertó. Estas movilizaciones para exigir que se llegue a un acuerdo final ya, han sido espontáneas y sin intervención política.
Ahora debemos mantener en firme las banderas de la paz y que estas manifestaciones ciudadanas no sean flor de un día. Que la solidaridad con las víctimas llegue a la Casa de Nariño, al Congreso, a las grandes capitales del país, a los partidos políticos, a La Habana y al resto del mundo. Hay que insistir hasta que lo logremos. Debemos unirnos como nación, porque solo así ganará la voluntad de muchos sobre los intereses políticos de pocos. Porque somos más los que queremos la paz.