La casa que se nos quemó era grande y linda.
La fachada eran tres balcones pintados de morado con blanco que conectaban con dos salas y una habitación. De allí se llegaba a un pasillo de pisos de madera impecablemente encerados que siempre olían a canela; al lado izquierdo había cuatro cuartos -entre esos el mío-, y en el derecho, una chambrana desde la que se veía el primer piso -donde vivía otra familia, los Valcas- y de la que colgaban glocinias, orquídeas y helechos, y cinco jaulas con dos turpiales, dos toches, un arrendajo y cuatro canarios.
Al fondo quedaban el comedor y la cocina, el cuarto de mis papás, el de mi hermana Nydia, y dos escaleras: una que llevaba a la terraza y la otra a un solar con piscina, árboles de naranjas y guayabas, hogar de tres venados y dos pavos reales. Mi favorito era el guayabo. Allí, sobre su tronco más grueso, me sentaba cuando quería estar solo y a menguar mis insulsas penas de adolescente.
La casa, una de las primeras construidas en el Líbano, municipio cafetero en el departamento del Tolima, sobre la Calle Real, con más de 100 años de historia, quedó en cenizas en la madrugada del 7 de julio de 1999. Hace 15 años exactamente.
El incendio comenzó a las 3:00 de la mañana cuatro viviendas a la izquierda, en el camino hacia el parque principal. Mi hermana Nydia me despertó de un grito: ¡Se está quemando la casa de los Caviedes!
Descalzo, con una pantaloneta y una camiseta cualquiera, quedé de un brinco en el pasillo, al lado de los pájaros. Esa noche había llegado de Espinal, después de una fiesta de tres días en la que un grupo de amigos y paisanos acompañamos a la bella Adriana Torres a coronarse reina del San Pedro. Una parranda memorable.
Lo primero que vi fue el fuego que se trepaba por los techos, como miles de criaturas endemoniadas que nos perseguían con hachas y lanzas. Como si las llamas tuvieran patas, rostros, uñas, dientes.
¡Jueputa! se nos quemó la casa.
Mis papás, mis hermanos, una tía y una prima que estaban de visita, echamos mano de lo que pudimos: los televisores, el equipo de sonido. Nada más. ¡Saquen los documentos!, gritó mi papá, y todos para la calle. ¡Abran las llaves del lavamanos, las duchas, el lavaplatos!, gritó una vez más mi papá, como con la esperanza de que el agua inundara la casa y la blindara del fuego.
Mi papá, que siempre ha sido un toro de casta, se echó encima dos cilindros de gas de cuarenta kilos cada uno y los hundió en la piscina para que no explotaran. Un genio mi papá. De lo contrario, la catástrofe hubiera sido peor. A la prima, Maritza, le entregué el perro, Peluche, un french poodle blanco y flojo, y le pedí que lo cuidara.
-¿Y el perro?, pregunté.
-Se me cayó, lloraba Maritza.
Sin dudarlo entré a la casa, que ya se estaba quemando, pese a que mi mamá -y todos- me suplicaron que no lo hiciera. Sabía que a Peluche le gustaba esconderse en mi clóset y ahí estaba el chandoso muerto del miedo por el escándalo de las sirenas del carro de bomberos -que con ese chorrito de agua no sirvió de nada- y por el bramido de todas esas casas viejas de madera y bahareque convertidas en un polvorín.
Lo alcé, cogí algo de ropa y observé mi cuarto por última vez: la cama doble heredada de mis padres, tallada en madera con flores y pájaros fantásticos, mi colección de vacas de cerámica. Del techo se escurrían espesas lágrimas de fuego. Mi hermana Nydia recuerda que del techo, de tablones gruesos, se asomaban las llamas como culebras fieras, listas a enterrar su veneno. Todo crujía. Todo ardía.
En segundos estaba en la calle con todos, impotentes, asistiendo al triste final de la casa donde vivimos 15 años y que era consumida por una bola de fuego infernal.
Una escena terrible que no olvidamos: cuando el primero de los tres balcones se desplomó y el farolito que lo adornaba en las noches rodó hasta los pies de Nydia. Otra escena terrible: mi hermana Maryori, que vivía en otra casa con su esposo, llegó desesperada, gritando, y se trepó en una escalera instalada por los bomberos para meterse a la casa, como queriendo salvar a su familia de las llamas. Mi hermano Ricardo la alcanzó, la cogió por la espalda y le devolvió el alma al cuerpo: todos estamos bien, le dijo. Recuerdo que mi buen hermano rescató una cobija térmica que me habían regalado en la pasada Navidad. Aún la conservo.
¡Jueputa, los pájaros! Era muy tarde para rescatarlos.
En una hora y media el incendio acabó con seis viviendas, dos hoteles, dos cantinas, dos cafeterías, dos estudios de fotografía y varios locales comerciales. Un hombre, huésped del Hotel El Dorado, fue la única víctima fatal. Dicen que horas antes había llegado borracho. Ojalá no haya sufrido mucho. Una de las cantinas fue reinaugurada en el centro comercial del parque con un nombre cruel: Incendios.
Nuestra casa fue la última construcción en quemarse. La del lado, donde quedaba el almacén de electrodomésticos La Phillips, se salvó de milagro. O mejor, por las maromas de los Salazar, guerreros espartanos que se treparon al techo a combatir el fuego levantando las tejas. Unos tesos esos manes.
El sol se asomó esplendoroso y todo parecía el escenario de una guerra, como si nos hubiera caído un meteorito encima. Un humo rancio disparaba hacia el cielo.
Llorábamos, pero estábamos vivos; con las manos vacías, pero vivos y sanos, gracias a Dios, que siempre nos ha llevado de la mano. A Dios toda la gratitud y la gloria.
Los vecinos y los amigos, condolidos y generosos, llegaron con café caliente, con desayunos, con mercados y hasta con ropa, pues quedamos con lo que teníamos puesto: la pijama.
Doña Dabeiba Duque, madre de mi amiga Mayito Trujillo, me regaló dos pintas de ropa de marca. Doña Stella Gaviria y don Pedro Zamora hicieron lo mismo. Tan lindos todos. Mi amigo Javier Rangel, que era novio de mi hermana, me donó uno de sus pantalones. Javier, gracias parcero, pero nunca me lo puse. Recuerdo también que Javier, apenas apagaron el incendio, entró a la casa no sé a qué y se le derritieron los zapatos.
Al día siguiente removimos el lote gigante invadido de escombros y recuerdos incinerados. Allí encontré la hebilla de la reata de los scouts, al lado del bebedero de una de las jaulas con las plumas chamuscadas de un pajarito, adheridas al plástico. Otra escena cruel. También encontré mis llaves, dentro de un llavero de cuero marca Bosi, muy bonito, que me había regalado mi amiga Mariantonieta Gutiérrez. ¡Encontré mis llaves!, grité emocionado mientras aterrizaba que ya no había puertas para abrir. Mi amigo Jhonny Ramírez echa ese cuento con mucha gracia.
Nos amontonamos en los cuatro cuartos que quedaron en pie, al fondo, que eran lo único levantado en concreto: dos en el primer piso y dos en el segundo. La casa mutilada. Meses más tarde montamos un restaurante en el inmenso lote al que mi papá bautizó con el nombre de La Enramada. Años más tarde mi papá vendió la propiedad, que era un potrero.
Tengo un sueño recurrente, con asomos de pesadilla. Siempre que sueño con el Líbano, con mi familia, aparezco en la casa vieja, tan bella que era, tanto que la quería. La recorro y la recuerdo perfectamente, con cada uno de sus rincones, con las matas florecidas de mi bella madre. Como si la nueva casa, también muy bonita, no hubiera logrado ingresar a mis más entrañables recuerdos.
El nuevo dueño construyó un hotel, que no tengo ni idea de cómo será. Evito pasar por esa calle, por la cuarta entre 11 y 12, y cuando lo hago, sigo derecho y rápido, como una mula a la que le forran los ojos a los lados para que solo pueda ver hacia adelante. Yo no soy capaz de mirar hacia ese lugar, que ya no es mío.
*José Alberto Mojica Patiño nació en el Líbano (Tolima) en 1977. Es periodista del diario EL TIEMPO, escritor y autor del libro Habemus santa, sobre la santa colombiana Laura Montoya (2013). En el 2010 fue escogido como una de las 15 Nuevas Plumas de América Latina en el concurso del mismo nombre.