Cansado de la exaltación gratuita de la vida y obra de Don Martín, y especialmente por la imagen que suele persistir en la memoria popular sobre un «hombre probo y consagrado al trabajo agrícola», he decido narrar un par de historias alusivas a estos gamonales de la región.
La figura de este personaje es realmente oscura y no hay referencias validadas sobre su historia de vida. Sabemos por algunas fuentes orales y archivos de instrumentos públicos que Don Martín adquirió la «Hacienda Tolima» a principios del siglo XX (se especula que se hizo a ella con los recursos derivados de una explotación de oro en la misma zona), y que su extensión superaba las 15.000 hectáreas, un poco menos que la superficie de la «Cuenca del Combeima».
Semejante concentración de la tierra, por demás obscena, en la periferia de una ciudad capital y bajo el contexto de un régimen latifundista extendido a lo largo y ancho del Valle del Magdalena, ofrecía para la época un núcleo de conflictividades bastante singular en Colombia.
Cuentan algunos octogenarios del “Corregimiento de Juntas” que Don Martín se dispuso a “recuperar” las parcelas de la Hacienda Tolima, las cuales habían sido objeto de ocupaciones por parte de campesinos sin tierra en Llanitos y Pastales, especialmente, mediante un verdadero arsenal de combate: Policía Departamental, líderes políticos obsecuentes con el hacendado y jueces de bolsillo.
Combinando todas las formas de lucha, el “nuevo rico” instigó el asesinato de campesinos en cantidades imprecisables por los testigos de esta orgía de odio y desprecio por los trabajadores del campo. El río Combeima se teñía de sangre en los años treinta del siglo XX, y los cadáveres descendían por su cauce bajo la mirada impávida de los arrendatarios de distintas parcelas de la Hacienda. El silencio era total y muchos ocupantes se fueron de sus labranzas para Rovira, Cajamarca, Valle de San Juan, y otras zonas rurales de Ibagué y el Tolima.
Otros campesinos poseedores se quedaron luchando por sus mejoras, sus ocupaciones consolidadas, y alentados por la Ley 200 de 1936 prefirieron exigir las titulaciones inmediatas de sus pequeñas parcelas.
Don Valbuena, uno de los ancianos que vivió las infamias orquestadas por Martín Restrepo, refería todo tipo de arbitrariedades de los mayordomos de la Hacienda Tolima y autoridades policiales de Ibagué: en Pastales interrumpían el paso de los campesinos que transportaban sus cosechas de café, el “pan coger” para el mercado de la ciudad, las maderas explotadas en las zonas templadas de la Cuenca, el carbón vegetal que se sacaba de sus montes, y los terneros y novillos que se arriaban sin descanso para el consumo de una población en crecimiento.
Y con la complicidad de las autoridades se señalaba la parte del excedente agrícola que caprichosamente le correspondía a Don Martín. Muchos campesinos vieron cómo el fruto de sus esfuerzos, incontables días desbrozando montaña, abriendo potreros y sembrando comida para subsistir, se esfumaban en un santiamén mediante la alcabala colonial del terrateniente.
Algunos campesinos arrendatarios lograron “legalizar” su situación, comprándole su pedazo de tierra al gran propietario, y otros fueron objeto de algunas parcelaciones subsidiadas bajo el control de los partidos tradicionales.
Finalmente, la Hacienda Tolima se fragmentó en numerosos predios, muchos de los cuales fueron adquiridos por otros notables terratenientes, especialmente en las zonas frías y paramunas. Muy pocos recuerdan esta historia, y quizás las denuncias que Jorge Eliécer Gaitán hiciera en su momento sobre estos hechos, representan el único acto de indignación política que se conoció a nivel nacional.
Paloma Valencia figura esta defensa del régimen hacendatario de origen Colonial: desplazamientos de campesinos, concentración inusitada de la tierra, racismo y clasismo en todas sus expresiones contra el trabajador agrario, y violencias indecibles sobre sus cuerpos, ya castigados por el rigor del clima y la disciplina del laboreo.
Y como ella, nuestros actuales terratenientes del Tolima o Ibagué desatan su bilis señorial contra toda política de redistribución de la tierra. Quizás, algún día, los clanes Melendro-Serna, Melendro-Iriarte, Salinas-Salinas, Bedoya-Bedoya, Botero-Uribe, Botero-Escobar, Díaz-Pecchenino, Orozco-Díaz y Laserna-Jaramillo (sólo en Ibagué concentran la extraordinaria suma de 18.204 has rurales, según registros de Catastro de 2012), sometan sus infatigables propiedades a programas ciertos y eficientes de reforma agraria para beneficiar a campesinos sin tierra.