Bastante literatura se ha escrito sobre el título que identifica esta columna. Sin embargo, cada día se hace más evidente el arraigo logrado por este particular modo de vida sobre una gran parte del pueblo colombiano.
“Es la cultura extravagante, irrespetuosa, presuntuosa, que construía clubes sociales completos si le negaban la entrada a uno, que compraba los más lujosos carros, los más finos caballos de paso, las haciendas más linajudas”, como la describe en una de sus columnas el periodista Alfredo Molano Bravo (El Espectador, 28 de marzo de 2008). “Ha impregnado de su cultura, la del “no me dejo”, la del “soy el más vivo”, la del “todo vale huevo”, reitera Molano.
Y un análisis similar, hace el profesor de la universidad Nacional Óscar Mejía Quintana (revista Pensamiento Jurídico, número 30, año 2011) bajo el título ‘La cultura mafiosa en Colombia y su impacto en la cultura jurídico – política’, demostrando que en nuestra sociedad esta cultura del atajo y del rebusque a cualquier precio, ha terminado siendo una práctica bastante generalizada y aceptada.
Allí expresa su autor: “A cualquiera que se le pregunte en Colombia cual es el décimo primer mandamiento, contestará sonriendo: “No dar papaya”, lo que significa no ser cándido y dar la oportunidad para ser robado o para que se aprovechen de uno. Y si le preguntan, cuál es el duodécimo mandamiento, contestarán: “A papaya dada, papaya partida”, es decir, que todo incauto que de la oportunidad de aprovecharse de él, o de toda situación que potencialmente pueda ser aprovechada, incluso contra la ley, debe ser explotada a favor del agente.”
Concluyendo el profesor Mejía en una afirmación difícil de controvertir: “El dinero, no importa de donde provenga, se vuelve el rasero de medición más que los méritos o los logros por esfuerzo propio”.
Necesaria esta remembranza temática, porque en Colombia y de manera muy particular en el Tolima, a diario sentimos como la corrupción y los delitos contra la Administración Pública y el erario se han incrementado, existiendo un total desprecio por el castigo penal, disciplinario, familiar y social, el cual existe como excepción, más no como una posición generalizada.
Hemos visto salir del Palacio de Justicia a Juezas y jueces esposados, sancionados por negociar sentencias, otros que huyen para evitar ser penalizados y numerosos ordenadores del gasto y servidores públicos de elección o nominación que habitan temporalmente en los centros penitenciarios purgando sus condenas.
Esta cultura del atajo y del más vivo, contagia sin distingos de sexo, raza, profesión o edad, sorprendiéndonos cada vez más sus formas, móvil y manifestaciones, como las de la esposa del actual alcalde de Mariquita, recién capturada, que con los dineros timados a ilusos destechados, financió la campaña política de su esposo y le compró una motocicleta de alta gama a su adolescente hijo.
Y lo que nos falta ver.
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