El olor a sangre, a muerte, a explosivos, metralla y destrucción, así como la rabia e impotencia, hacían parte del panorama que se repitió una y otra vez ante nuestros ojos y el lente de la cámara con los primeros vistazos, tras el registro de la noticia.
Fue durante más de un lustro, corrido entre los años 1997 y el 2003 aproximadamente, cuando la subversión en Colombia recrudeció su actuar violento y claro que departmento el Tolima no fue ajeno a ello.
Los municipios de Planadas (Gaitania y Bilbao), pasando por Rioblanco (Puerto Saldaña) Ataco, Dolores, Prado, Alpujarra (La arada), Villarrica, Cunday, Chaparral, San Antonio (Playa Rica), Roncesvalles, Rovira, Cajamarca, Alvarado, Venadillo, Anzoátegui, Casabianca, Santa Isabel y, por su puesto, las goteras de Ibagué hacía Coello, Rovira, El Salado y Cañón del Combeima; solo por mencionar algunos, fueron los que llevaron la peor parte de la violencia sin freno de las Farc en este territorio.
Cómo olvidar muertes crueles, secuestros masivos (pescas milagrosas) y selectivos y tomas que dejaban a su paso destrucción por la explosión de los aberrantes cilindros que no respetaron templos religiosos, escuelas, edificios públicos ni hospitales; y mucho menos los puestos de Policía con todo y los uniformados dentro, quienes heroicamente resistían la furia de los ataques para defender la población. La realidad es que siempre les superaban en cantidad.
Al pasar de estos recuerdos, aún escucho el traqueteo de las ráfagas de fusiles empecinados en lograr sometimiento y poder con esta lucha sangrienta. No menos inofensivas resultaban ser las descargas silenciosas del avión fantasma por recuperar el control de las zonas. En varias ocasiones nos hacían sentir que una de sus balas atravesaría nuestra humanidad y nos partiría en dos.
La guerra la vivimos centímetro a centímetro con una visión periodística, pero no por ello dejábamos de sentir la frustración, el horror y obviamente el dolor de sus víctimas, incluidos policías y soldados en cada uno de estos municipios. Imágenes como la toma de Roncesvalles quedaron grabadas para siempre en mi mente, y jamás quisiera volverlas a vivir.
Eran las nueve de la mañana del 14 de julio del año 2000, cuando por fin, transportados en una ambulancia (no admitido por normas del DIH) logramos llegar con otros tres colegas a Roncesvalles. Los escombros nos permitieron deducir que la población estaba casi destruida. El reflejo de la crueldad se evidenció en una de sus calles en fila india, boca al piso, trece cuerpos de los agentes fusilados con un tiro de gracia, después de resistir quince horas de combate con más de ochenta subversivos pertenecientes a los frentes 21 y 50 de las Farc al mando de alias «El Barbao», quién le aseguró a los uniformados que si se rendían les respetaría sus vidas.
Tres días después de esta cruenta toma, Hernán Murillo, alias El Barbao, fue asesinado bajo el principio de la ley del talión por la ofensiva del Ejército. Curiosamente este fue el primer insurgente que conocí, cuando apenas empezaba a hacer notas periodísticas como corresponsal de televisión, al asistir a la entrega de dos soldados en las montañas de Toche, Ibagué.
Innumerables historias y anécdotas nos trajo la violencia en el Tolima, la mayoría de ellas registradas, otras no tuvimos esa posibilidad por el accionar simultáneo de la guerrilla en diferentes sitios y en algunas oportunidades por su impedimento no se nos permitió avanzar en el camino. Así transcurrió gran parte de mi actividad de reportera de provincia en un país teñido de rojo por el conflicto armado.
El haber conocido el rigor de la guerra especialmente en cada uno de los rincones tocados por la violencia armada en mi Departamento, no logró apartarme del ser humano que sintió dolor, angustia y rabia hasta el mismo llanto. Por el contario, gracias a Dios, hoy es lo que me anima, me motiva y me compromete sin un asomo de duda a pensar en el Sí y solo Sí a la posibilidad de que aquí en el Tolima empecemos a respirar vida, mientras se va silenciando el traqueteo de la muerte.