El primero tiende a presentarse como el “aceite” de las maquinarias políticas, aquello que posibilitaría que las fuerzas tradicionales se mantengan en el poder (aunque muy a menudo no sepan qué hacer con él). Puestos y contratos hacen parte de las transacciones entre un “patrón”, que ofrece, y un “cliente”, que recibe, a cambio de votos y proselitismo.
El voto de opinión, por el contrario, correspondería a una tendencia en la ciudadanía que se moviliza a favor de un programa, o eventualmente por las calidades personales de un candidato.
Trayendo el modelo de Kitschelt a la explicación de las preferencias electorales, tendríamos que el clientelismo, las propuestas y el carisma, definirían los vínculos entre ciudadanos y políticos.
El intercambio de favores e incentivos pre y post electorales tendría que ver con el mantenimiento de clientelas por parte de “microempresas electorales”, mientras que los vínculos definidos por lo programático y por el carisma, correspondería al voto de opinión (aunque hay políticos clientelistas con bastante carisma).
Como esa supuesta contradicción terminó siendo moralizada antes que explorada políticamente, el clientelismo es visto como malo, y el voto de opinión como su contraparte: algo bueno para el sistema político.
Recientemente se han escuchado los ecos de un debate sobre la elección de Guillermo Alfonso Jaramillo y sus relaciones con los partidos tradicionales (clientelistas). Jaramillo, quien en campaña apostó al voto de opinión y ganó con él, es mi tesis, ha sido criticado por su alianza con los partidos Liberal y Cambio Radical.
La crítica viene de los sectores más recalcitrantes del continuismo que Jaramillo derrotó en las urnas. Su argumento es que, según sus “cálculos”, el voto de opinión, “en el mejor de los casos, no alcanzaría los 20 mil sufragios.”
El analista no revela el método que lo condujo a la cifra. No sabemos si lo soñó, o si empíricamente logró determinar, teniendo como base la elección de 2012 (o tal vez corriendo regresiones estadísticas hasta 1988), quiénes estando habilitados para votar en esa oportunidad no lo hicieron, pero cambiaron de opinión para hacerlo en 2015. Tener la certeza de cuántos de esos que esta vez sí salieron a votar (sumados a los que fueron habilitados para hacerlo por primera vez) lo hicieron por Jaramillo, sin violar el principio del voto secreto, podría granjearle un lugar en la historia del análisis político-electoral colombiano. (No hablo en serio).
Jaramillo ganó con el voto de opinión como lo hizo Peñalosa en Bogotá, aunque en lo sustantivo, los dos casos son diferentes. Peñalosa fue puesto en el podio por una alianza entre empresarios, medios de comunicación y dos partidos políticos. Las clases medias y altas, no comprometidas con ningún partido y poco convencidas del proyecto de la izquierda, eligieron al candidato que les prometió producir una ruptura en la forma como se gobernaba la ciudad.
En Ibagué pasó algo similar. Jaramillo capitalizó el descontento ciudadano por la terrible gestión de Luis H. Rodríguez, lo cual lo alejó de los partidos tradicionales pero lo acercó a quienes no quieren nada con los políticos (la “politiquería”).
Es decir, Jaramillo al igual que Peñalosa capitalizó el descontento, pero distinto de Peñalosa, no fue, en principio, el candidato de las élites, lo cual no quiere decir que en la recta final no las haya logrado arrastrar a su campaña, por lo menos a un sector.
Aunque no se puede determinar cuántos votos pusieron las llamadas “nuevas ciudadanías” (mujeres, artistas, animalistas, ambientalistas, barristas, LGBTI, etc) tampoco se puede negar que haya logrado su triunfo electoral con los liberales y con Cambio Radical, y con algunos empresarios que nunca pierden (o lo que es lo mismo, siempre ganan: Sierra, Alvarado, González-Betancourth).
Luego, la presencia en el gabinete y en los institutos descentralizados de estos dos partidos, obedece tanto a los votos como a sus bancadas en el concejo, y por supuesto, a su participación en la Unidad Nacional.
La cuestión es: darles puestos para que apoyen los proyectos del ejecutivo a nivel local y nacional, esto es, la vía clientelista, o construir las condiciones para que durante los próximos cuatros años, la ciudadanía los obligue a apoyar al alcalde. Creo que Jaramillo intenta hacer las dos cosas a la vez, lo cual es prudente en política.
Lo que no parece prudente es la valoración de un “analista” que fuera asesor de la peor administración municipal que le ha tocado a esta ciudad. ¿400 millones de pesos en cuatro años para ver en primera fila todo el desastre?
Postescriptum: la Universidad del Tolima es un proyecto educativo, no el botín burocrático de dos o tres partidos políticos. La comunidad universitaria que no tiene compromisos con estos sectores debería obligar al gobernador y al Ministerio de Educación a financiar la universidad, sin condiciones, protegiendo su autonomía.