Llegó a la cita vestida de negro. Sin maquillaje y con los recuerdos intactos en su memoria. Sabía que la entrevista no sería fácil pero con que su testimonio quiere salvar vidas.
Es la primera vez que habla ante un medio de comunicación sobre el suicidio de su hijo, en octubre del año 2013 en Ibagué. Prefiere no revelar su identidad y es apenas entendible en una ciudad donde muchos se creen con el derecho de opinar sobre la vida de los demás.
Es una mujer trabajadora, dedicada y esforzada que en septiembre de 1989 fue madre por primera vez, madre soltera. Levantó a su hijo con amor, lo educó en instituciones educativas privadas, lo apoyó en su afición por el fútbol y lo hizo un chico responsable en las tareas de la casa.
Todo iba bien. “Yo era estricta. Tenía que serlo porque era mamá y papá. A los 12 años, él ya se preocupaba por las finanzas de la casa, se preocupaba si veía la nevera vacía. Fue muy considerado conmigo”, recuerda.
En la escuela de fútbol era uno de los alumnos más talentosos. Brillaba tanto que el entrenador quiso que lo observaran en la Selección Tolima, pero él ese día dejó de ir a entrenar.
“Decía que no quería defraudar a nadie ni mucho menos defraudarme a mí. La verdad, después entendí que eso no era normal. Que de la noche a la mañana dejara de ir a entrenar y abandonara algo que tanto disfrutaba tanto”, resalta.
Por esos días, cuenta que su hijo se volvió temperamental pero todos pensaban que era algo normal por la edad.
Nadie imaginó que en la mente de este niño pasaba algo que no era tan normal. Tal vez porque en Colombia la salud mental pareciera no ser tan importante como enfermedades crónicas como el cáncer, la diabetes o el sida.
Siguió creciendo y sus altibajos emocionales continuaron. A los 16 años decía que no era feliz. Tenía crisis en las que se aislaba totalmente. La terrible depresión tocaba la puerta de este hogar, pero las alarmas no se activaron.
Su mamá buscó una cita con un siquiatra a través de la EPS. Ya imaginarán lo que pasó. Debió esperar siete meses la consulta con el especialista y este profesional salió del paso diciendo: “eso es normal por la edad y lo remitió con una sicóloga, que después dijo lo mismo”.
El joven se tranquilizó pero su nivel académico cayó. Cursaba su último grado de bachillerato y no quería entregar trabajos ni presentar exámenes. “Sus amigos lo querían mucho. Fueron sus compañeros durante seis años. Ellos le hacían los trabajos, pero él no aceptaba que lo incluyeran. Incluso, le decía a los profesores que él no había hecho nada”, afirma.
La depresión es una enfermedad crónica, desaparece y vuelve a manifestarse, sostiene el siquiatra Rodrigo Córdoba, expresidente de la Asociación Colombiana de Sociedades Científicas.
Terminó el año 2006 y no pudo graduarse. Ese fue el principio del fin. “Al siguiente año aceptó seguir en el mismo colegio. Lo matriculé y fue sólo el primer día. Toda esa semana yo estuve confiada que él estaba estudiando. El lunes de la segunda semana, vi una carpeta en la casa y llamé al colegio para preguntarle si la necesitaba. En ese momento los profesores me dijeron que él no había vuelto”.
Ese lunes, el joven llegó a la casa pasadas las 10:00 de la mañana. Ella regresó de inmediato del trabajo y hablo con él. “Fue la primera vez que me dijo que no quería existir más y le encontré en el bolsillo del pantalón un tiquete de un pasaje a Cajamarca”.
Sí. Pensó en quitarse la vida lanzándose desde el puente de este municipio del occidente del Tolima. La salud mental de su hijo había empeorado, seguramente porque en el colegio ya no tenía sus amigos.
“Todos los problemas pequeños los volvía grandes y se atormentaba mucho”, dice mientras toma agua y respira profundo. Ante esta difícil realidad buscó un médico siquiatra particular, pese a que sus finanzas no iban tan bien.
Desde ese momento inició un largo tratamiento. Con altibajos, con momentos buenos y momentos malos. “Muchas veces dejamos de comprar carne por comprar los medicamentos, pero lo hice porque la vida de un hijo no tiene precio”.
La medicación ayudó. Comenzó a dormir mejor y a recuperarse lentamente. Validó su último grado de bachillerato e ingresó a la universidad.
Fugaz paso por Bogotá
Se fue a estudiar en Bogotá, obtuvo buenas calificaciones pero regresó a Ibagué sin culminar el primer semestre. Chocó con un profesor, no se adaptó a la rumba bogotana de vallenatos y ‘reggaetón’ y uno de sus perros se enfermó por su partida.
En Ibagué estudió idiomas, fue profesor de inglés e intentó dos carreras en una universidad de la ciudad, salió con varias niñas y, al final, se enamoró por primera vez.
Las cosas habían mejorado pero dejó de consumir los medicamentos siquiátricos. Fue una terrible noticia para su mamá y la nueva crisis no tardó en llegar.
En el 2012, hubo un robo en su apartamento y los delincuentes usaron un gas que posteriormente causó la muerte de una de sus mascotas. “Eso lo golpeó mucho, lloró como ocho días y se volvió paranoico. Además, comenzó a verse feo, flaco y decía que no le gustaba su nariz”.
Decidió terminar con su novia, pero se arrepintió. En Semana Santa de 2013 la buscó pero ella ya no quiso regresar con él. La niña no sabía su diagnóstico.
“Como si fuera poco, se quedó sin empleo y su crisis emocional se acentuó. De ahí en adelante se aisló más. Ni siquiera dejó entrar a su cuarto al perro que le quedaba, que era su gran compañero”.
En su último cumpleaños, en septiembre (2013), apenas aceptó un almuerzo familiar y ni en las fotos pudo evitar su descontento. Decía que vivía una angustia que nadie podía dimensionar y que seguir viviendo no era una opción.
Ante esa recaída, su mamá buscó de nuevo al siquiatra pero el joven no quiso retomar el tratamiento.
El 13 de octubre, en la noche, habló conmigo por última vez. “Me pidió perdón por el sufrimiento que me había causado, pero lo hizo sin llorar y arrodillado. Yo lloré y le dije que no fuera hacer nada. Él me dijo que me tranquilizara y que me concentrara en la formación de mi hija menor”.
Al día siguiente, le dejó desayuno listo, se arregló y salió a trabajar a las 7:45 de la mañana. Cuando estaba en la oficina, a las 10:00, recibió la noticia más dolorosa de su vida: su hijo, de 24 años, había muerto.
Una voz que pide reflexión
Un año después decide contar su historia para alertar a los padres de familia, llamar a la reflexión a los medios de comunicación, exigirle a las EPS y al Estado programas de salud mental oportunos y de fácil acceso.
“Los padres tenemos que desconfiar de los diagnósticos y confirmarlos, en lo posible, con especialistas particulares. Así cueste más, hay que hacerlo a tiempo”, advierte.
Sobre los medios de comunicación, recuerda que alguna vez su hijo escuchó en la radio como narraban y describían un suicidio y dijo: “Ese man tuvo más guevas que yo. Yo le dije que no dijera esas cosas. Lamentablemente, los medios no saben que puede haber personas con trastornos escuchando esas cosas y pueden influir negativamente”.
Y es que su experiencia con la prensa local no es la mejor. El día que su hijo se quitó la vida, un fotógrafo de un medio impreso buscó que los vecinos permitieran el ingreso por los patios continuos para buscar una foto del cadáver, pero no lo logró.